Hoy se cumple el trigesimoquinto aniversario de uno de los atentados más funestos que tuvo que soportar latinoamérica en su ya funesto siglo XX.
Treintaicinco años atrás ardió la moneda por el fuego de los tanques y la mortífera lluvia de la aviación insurrecta.
Todo terminó con un estallido sordo, uno entre tantos otros de ese día. Pero ese estallido no provenía de la armada insurrecta, no. Al presidente Allende le fue arrebatado lo que le correspondía por derecho, pero él arrebató a los insurgentes su captura, el más preciado objetivo del general asesino que comandaba esa tropa de traidores.
Varios miles de kilómetros al norte, el secretario de estado de los EEUU se acostaba horas después con la gratificante sensación del deber cumplido. 1973 fue un buen año para Henry Kissinger. En enero de ese mismo año firmo junto a Le Duc Toh los acuerdos de París que pondrían fin a aquella condenada guerra que ponía en entre dicho el poderío de su "gloriosa" nación. En junio frustró la creación de un gobierno de izquierdas en Uruguay mediante un golpe militar, y aquel 11 de septiembre se marcaba otro tanto en Chile. Henry Kissinger se ganó a pulso su sueldo, y ya de paso, el nobel de la paz.
No importaba que fuese a medias con Le Duc Toh, ni que no se lo mereciese, ni que el "imbecil" de Le Duc Toh renunciase al mismo porque, al igual que él sabía que no se lo merecía.
El 11 de septiembre de 1973, hace trentaicinco años Kissinger se fue a la cama con la reconfortane sensación del deber cumplido. Allende, miles de kilómetros más al sur, se adentró en el sueño eterno, sin posibilidad de terminar de cumplir su deber constitucional, sin recibir premio u honor alguno por su incansable labor de gobierno.
Kissinger bien sabía lo que valía un Nobel, Allende bien que se lo merecía.
Todo terminó con un estallido sordo, uno entre tantos otros de ese día. Pero ese estallido no provenía de la armada insurrecta, no. Al presidente Allende le fue arrebatado lo que le correspondía por derecho, pero él arrebató a los insurgentes su captura, el más preciado objetivo del general asesino que comandaba esa tropa de traidores.
Varios miles de kilómetros al norte, el secretario de estado de los EEUU se acostaba horas después con la gratificante sensación del deber cumplido. 1973 fue un buen año para Henry Kissinger. En enero de ese mismo año firmo junto a Le Duc Toh los acuerdos de París que pondrían fin a aquella condenada guerra que ponía en entre dicho el poderío de su "gloriosa" nación. En junio frustró la creación de un gobierno de izquierdas en Uruguay mediante un golpe militar, y aquel 11 de septiembre se marcaba otro tanto en Chile. Henry Kissinger se ganó a pulso su sueldo, y ya de paso, el nobel de la paz.
No importaba que fuese a medias con Le Duc Toh, ni que no se lo mereciese, ni que el "imbecil" de Le Duc Toh renunciase al mismo porque, al igual que él sabía que no se lo merecía.
El 11 de septiembre de 1973, hace trentaicinco años Kissinger se fue a la cama con la reconfortane sensación del deber cumplido. Allende, miles de kilómetros más al sur, se adentró en el sueño eterno, sin posibilidad de terminar de cumplir su deber constitucional, sin recibir premio u honor alguno por su incansable labor de gobierno.
Kissinger bien sabía lo que valía un Nobel, Allende bien que se lo merecía.
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